mayo 30, 2009

El artista dionisiaco

Los griegos a través de sus dioses dicen y callan su visión del mundo y erigieron a dos de ellos como fuente doble de su arte: Apolo y Dioniso, estos dioses representan la antítesis el uno del otro, en donde cada uno va a la par del otro y luchan de manera similar –diría Nietzsche- “a como la generación depende de la dualidad de los sexos, entre los cuales la lucha es constante y la reconciliación se efectúa sólo periódicamente”.

El instante en que se funden es donde se da el florecimiento de la voluntad helénica, formando la obra de arte, y son dos estados, el sueño (Apolo) y la embriaguez (Dioniso), donde el ser humano alcanza la delicia de su existencia.

Tomando pues a estas dos divinidades estéticas de los griegos, es como enlazaremos el conocimiento y la antítesis en cuanto al arte del escultor, el arte apolíneo, y el arte no escultórico de la música, el arte de Dioniso.

En la bella apariencia en la que el hombre es artista completo (el estado onírico) es la madre de todo arte figurativo, y también de una importante parte de la poesía, pues así como el sueño es el juego individual del ser humano con lo real, el arte del escultor es el juego con el sueño, pues mientras que la estatua en cuanto bloque de mármol flota aún como imagen de la fantasía ante los ojos del artista, éste continúa jugando con lo real, y cuando el artista traspasa esa imagen al mármol, juega con el sueño.

Fue posible hacer de Apolo dios del arte, sólo en cuanto este es el dios de las representaciones oníricas, en cuanto es dios del sol y de la luz que se revela en el resplandor y la belleza de sus elementos y la eterna juventud lo acompaña, la bella apariencia del mundo onírico es su reino: la perfección, la verdad superior.

Pero hay una línea, una delicada frontera que a la imagen onírica no le es lícito sobrepasar para no producir un efecto patológico. Pues la esencia de Apolo es la de la mesura, es estar libre de las emociones salvajes, pues su ojo debe poseer sosiego aún y cuando este se encuentre encolerizado y mire con mal humor.

El arte dionisiaco es otra cosa, este descansa en el juego de la embriaguez, vive del éxtasis.

Lo más parecido al espíritu dionisiaco es la analogía de la embriaguez, bien porque con el influjo de esta bebida como con la aproximación de la primavera, despiertan las emociones dionisiacas, en cuya intensificación lo subjetivo desaparece hasta llegar al olvido de sí.

Sin embargo, hay hombres que ya sea por falta de experiencia o por embotamiento de espíritu se apartan de estos fenómenos como si fuesen enfermedades burlándose de ellos o lamentándose, apoyados en el sentimiento de su propia salud, pero ellos no sospechan el color cadavérico y el aire fantasmal que respiran, pues esa falsa salud suya no hace más que privarlos de la vida y del conocimiento, a su lado pasa rugiendo la vida ardiente de los entusiasmos dionisiacos.

“Bajo la magia de lo dionisiaco no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre”.

Las orgías dionisiacas tienen motivo de festividad para los griegos, pues es en esos días de redención con el mundo y transfiguración donde la naturaleza alcanza su júbilo artístico, sólo en ellos el principio de individuación se convierte en fenómeno estético.

El hombre que arde de pasión, que ama y odia con pasión es tan solo una visión del genio.

Como ya se dijo antes, las fiestas de Dioniso no solo establecen un pacto entre los hombres, sino que también reconcilian al ser humano con la naturaleza y las delimitaciones entre hombres de igual manera desaparecen: el noble y el humilde se unen.

Y al igual que los animales hablan y la tierra da leche y miel también en el hombre resuena algo sobrenatural, se siente dios, pues todo eso que vivía tan sólo en su imaginación lo percibe ahora en sí, el ser humano ya no es un artista, se ha convertido en obra de arte, camina tan extático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses, y este genio “[…] sabe algo acerca de la esencia del arte tan sólo en la medida en que en su acto de procreación artística, se fusiona con aquel artista primordial del mundo; pues cuando se halla en aquel estado es, de manera igual que la desazonante imagen del cuento, que puede dar la vuelta a los ojos y mirarse a sí misma, ahora él es a la vez sujeto y objeto, a la vez poeta, actor y espectador”.

Y la potencia artística de la naturaleza, no sólo de un ser humano individual aquí se revela en un barro más noble, un mármol más precioso: el ser humano.

Así como la embriaguez es el juego de la naturaleza con el ser humano, así el acto creador del artista dionisiaco es el juego con la embriaguez, es algo similar a lo que sucede cuando se sueña y a la vez se sabe que el sueño es sueño, asimismo el servidor de Dioniso tiene que estar embriagado y a la vez estar al acecho detrás de sí mismo. No en el cambio de la sobriedad a la embriaguez, más bien en la combinación de ambos es donde se muestra el artista dionisiaco

Es en la música donde este artista dionisiaco encuentra su morada, porque ella no es a diferencia del arte apolíneo reflejo de la apariencia, sino de manera inmediata, reflejo de la voluntad misma, y por tanto representa con respecto a todo lo físico del mundo lo metafísico, y con respecto a toda apariencia, la cosa en sí.

Aún y cuando hay quienes sostienen que la música es también un arte apolíneo, sólo lo es el ritmo si lo vemos con rigor, cuya fuerza figurativa fue desarrollada hasta convertirla en exposición de estados apolíneos.

Pues la música de Apolo es arquitectura en sonidos sólo insinuados, manteniéndose así apartado cabalmente el elemento que constituye el principal carácter de la música dionisiaca, más aún de la música en cuanto tal, el poder estremecedor del sonido y el mundo completamente incomparable de la armonía.

Y siguiendo así la línea del artista dionisiaco, sería menester citar nuevamente a Nietzsche[i] y retomar aún con más fuerza esas palabras que nos dicen: “Sin música la vida sería un error”.



[i] Todas las citas extraídas de NIETZSCHE, Friedrich, El nacimiento de la tragedia, ALIANZA, Madrid, España, 2007,

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